Ver video: Foro Riviera del Caribe
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La boca de la verdad
Ana Lydia Vega
Tomado de El Nuevo Día.
A raíz del incidente de Ceiba, me ha perseguido el recuerdo de una máscara de mármol que vi una vez en una iglesia de Roma. Según la leyenda aterradora, aquella cara de diablo boquiabierto es un detector infalible de mentiras. Mano de embustero que se atreva a explorar el hueco justiciero de esa boca quedará atrapada en el acto.
Puerto Rico tiene ahora una versión viviente de la “Boca de la Verdad”. Menos feroz que la original, la criolla no traga manos atrevidas. Más bien delata hipocresías ajenas con sus declaraciones mordaces. Me refiero, desde luego, a las del finiquitado director ejecutivo del megaproyecto Riviera del Caribe.
No hay cómo entender a los puertorriqueños: se quejan de que los funcionarios gubernamentales los engañan y piden la cabeza de quienes se las cantan claras. De buenas a primeras, ese incomprendido servidor público se convirtió en el chivo expiatorio de la indignación colectiva. Perdió su puestazo por haber sentado cátedra de franqueza brutal.
Con su estilo gatillero, el autodenominado “hired gun” nos la despachó monda y lironda sobre el futuro chic de la ex base militar Roosevelt Roads. Su torpeza campechana pasó por vulgaridad ofensiva.
Y es que el señor González no domina la diplomacia taimada de los que almibaran con florilegios sus malas intenciones. Acostumbrada a escuchar los mochos encubiertos que le meten todos los días los políticos, la audiencia no supo apreciar el inesperado “strip-tease” oral de don Jaime.
Aunque a sus detractores no les hizo mucha gracia, al susodicho no le falta sentido del humor. Los chistecitos que se disparó a costa de los ceibeños dejaron tieso hasta al alcalde, quien no pudo decir ni este municipio es mío. A mí me enterneció la nostálgica alusión al “límber de cincuenta chavos”. Y casi me arranca una lágrima la exhortación a jugar a la loto para poder comprar un yate. Conmueve hasta al más despiadado esa fe sublime en los juegos de azar como instrumentos de justicia social.
Los exabruptos del boquisuelto permitieron captar, en toda su dimensión humanista, el credo filosófico de la administración de turno. Raspado en “el difícil” -cuestión de impresionar con una especie de cosmopolitismo gringocéntrico- el grito de guerra “Such is life” ha conocido un éxito sin precedentes. Traduce a perfección la naturalidad con que la clase gobernante asume su favoritismo por los sectores pudientes y su indiferencia hacia la masa trabajadora.
Se impone un reconocimiento. Don Jaime no fue el primero en revelarnos el gran secreto de estado. Ya el cocoroco de Desarrollo Económico se le había adelantado con la admisión inoportuna de que los empresarios eran los legítimos dueños de la hacienda. Tal ocurrencia no se le chispoteó por casualidad. Fue sin duda el fruto de un íntimo convencimiento, la expresión de un ideal compartido por los que aspiran al establecimiento de la Blanquitópolis soñada: gobierno solvente, negocios boyantes, apartheid suburbano y un pueblo mantenido a raya con operativos policíacos y limosnas federales.
Apoyados en su republicanismo decadente, los abanderados de las finanzas reciclan sin remordimientos la vieja ley del embudo. “Such is life” para los empleados públicos desechables. “Such is life” para las comunidades desplazables. “Such is life” para los estudiantes macaneables. “Such is life” para los asalariados explotables con nuevos yugos tributarios.
Del otro lado de la verja, el guiso permanente e intocable de los que pican el bacalao se justifica con un “I’m sorry” impenitente. “I’m sorry” si no les gusta lo que hay. “I’m sorry”, ustedes votaron por el cambio. “I’m sorry” aunque nos llevemos por el medio al país. Total, “what’s your problem?” Eso fue lo que trajo el barco. Así es la democracia.
Entre tanto, se asigna el papel de espectadores a los agregados de la finca. Ya lo dijo el benemérito bocón: velar a los turistas en su consumo de alto copete es el único lujo que les resta a los que no nacieron “agraciados”. Está por verse si los extras de la película se conformarán con tan poco.
Opino que el señor González merece, por su inestimable apego a la verdad, una medalla inspirada en aquella diabólica máscara romana. El castigo ejemplar debería reservarse para los tramposos que, con nuestro blando consentimiento, siguen atragantándonos de falsedades.
Ana Lydia Vega es escritora.
Ana Lydia Vega
Tomado de El Nuevo Día.
A raíz del incidente de Ceiba, me ha perseguido el recuerdo de una máscara de mármol que vi una vez en una iglesia de Roma. Según la leyenda aterradora, aquella cara de diablo boquiabierto es un detector infalible de mentiras. Mano de embustero que se atreva a explorar el hueco justiciero de esa boca quedará atrapada en el acto.
Puerto Rico tiene ahora una versión viviente de la “Boca de la Verdad”. Menos feroz que la original, la criolla no traga manos atrevidas. Más bien delata hipocresías ajenas con sus declaraciones mordaces. Me refiero, desde luego, a las del finiquitado director ejecutivo del megaproyecto Riviera del Caribe.
No hay cómo entender a los puertorriqueños: se quejan de que los funcionarios gubernamentales los engañan y piden la cabeza de quienes se las cantan claras. De buenas a primeras, ese incomprendido servidor público se convirtió en el chivo expiatorio de la indignación colectiva. Perdió su puestazo por haber sentado cátedra de franqueza brutal.
Con su estilo gatillero, el autodenominado “hired gun” nos la despachó monda y lironda sobre el futuro chic de la ex base militar Roosevelt Roads. Su torpeza campechana pasó por vulgaridad ofensiva.
Y es que el señor González no domina la diplomacia taimada de los que almibaran con florilegios sus malas intenciones. Acostumbrada a escuchar los mochos encubiertos que le meten todos los días los políticos, la audiencia no supo apreciar el inesperado “strip-tease” oral de don Jaime.
Aunque a sus detractores no les hizo mucha gracia, al susodicho no le falta sentido del humor. Los chistecitos que se disparó a costa de los ceibeños dejaron tieso hasta al alcalde, quien no pudo decir ni este municipio es mío. A mí me enterneció la nostálgica alusión al “límber de cincuenta chavos”. Y casi me arranca una lágrima la exhortación a jugar a la loto para poder comprar un yate. Conmueve hasta al más despiadado esa fe sublime en los juegos de azar como instrumentos de justicia social.
Los exabruptos del boquisuelto permitieron captar, en toda su dimensión humanista, el credo filosófico de la administración de turno. Raspado en “el difícil” -cuestión de impresionar con una especie de cosmopolitismo gringocéntrico- el grito de guerra “Such is life” ha conocido un éxito sin precedentes. Traduce a perfección la naturalidad con que la clase gobernante asume su favoritismo por los sectores pudientes y su indiferencia hacia la masa trabajadora.
Se impone un reconocimiento. Don Jaime no fue el primero en revelarnos el gran secreto de estado. Ya el cocoroco de Desarrollo Económico se le había adelantado con la admisión inoportuna de que los empresarios eran los legítimos dueños de la hacienda. Tal ocurrencia no se le chispoteó por casualidad. Fue sin duda el fruto de un íntimo convencimiento, la expresión de un ideal compartido por los que aspiran al establecimiento de la Blanquitópolis soñada: gobierno solvente, negocios boyantes, apartheid suburbano y un pueblo mantenido a raya con operativos policíacos y limosnas federales.
Apoyados en su republicanismo decadente, los abanderados de las finanzas reciclan sin remordimientos la vieja ley del embudo. “Such is life” para los empleados públicos desechables. “Such is life” para las comunidades desplazables. “Such is life” para los estudiantes macaneables. “Such is life” para los asalariados explotables con nuevos yugos tributarios.
Del otro lado de la verja, el guiso permanente e intocable de los que pican el bacalao se justifica con un “I’m sorry” impenitente. “I’m sorry” si no les gusta lo que hay. “I’m sorry”, ustedes votaron por el cambio. “I’m sorry” aunque nos llevemos por el medio al país. Total, “what’s your problem?” Eso fue lo que trajo el barco. Así es la democracia.
Entre tanto, se asigna el papel de espectadores a los agregados de la finca. Ya lo dijo el benemérito bocón: velar a los turistas en su consumo de alto copete es el único lujo que les resta a los que no nacieron “agraciados”. Está por verse si los extras de la película se conformarán con tan poco.
Opino que el señor González merece, por su inestimable apego a la verdad, una medalla inspirada en aquella diabólica máscara romana. El castigo ejemplar debería reservarse para los tramposos que, con nuestro blando consentimiento, siguen atragantándonos de falsedades.
Ana Lydia Vega es escritora.