Por Alain Badiou
Traducción de Diego L. Sanromán
Publicado en Le Monde el 17 de octubre de 2008. La traducción al español fue tomada del blog Multitud. Esta versión es un extracto de un escrito más largo, que está disponible en francés y en inglés.
Tal como nos la presentan, la crisis planetaria de las finanzas se asemeja a una de esas malas películas cocinadas en esa fábrica de éxitos preformados que hoy en día llaman “cine”. Nada falta en ella, ni siquiera esos sobresaltos que nos aterrorizan: imposible impedir el viernes negro, todo se derrumba, todo se va a derrumbar…
Pero la esperanza permanece. En primer plano, despavoridos y concentrados como en una película de catástrofes, la pequeña cuadrilla de los poderosos, los bomberos del fuego monetario, los Sarkozy, Paulson, Merkel, Brown y demás Trichets, arrojan al agujero central millares de millones. “¡Salvad a los bancos!”. Este noble grito humanista y democrático surge de todos los gargantas políticas y mediáticas. Para los actores principales de la película –es decir, los ricos, sus lacayos, sus parásitos, quienes los envidian y quienes los adulan- un happy end –lo creo, lo siento- es inevitable, habida cuenta de lo que son hoy en día tanto el mundo como los políticos que en él se exhiben.
Pero mejor girémonos hacia los espectadores de este show, la multitud atónita que escucha como un estrépito lejano el berreo desesperado de los bancos, que adivina los agotadores fines de semana de la gloriosa camarilla de los jefes de gobierno, que ve pasar cifras tan gigantescas como oscuras y que, automáticamente, compara con los recursos propios, o incluso, para una parte muy considerable de la humanidad, con la pura y simple falta de recursos que constituye el fondo amargo y a la vez valeroso de su vida. Yo sostengo que es aquí donde se encuentra lo real y que no podremos acceder a él más que dando la espalda al espectáculo para considerar a la masa invisible de aquellos para los que la película de catástrofes, desenlace edulcorado incluido (Sarkozy besa a Merkel y todo el mundo llora de alegría), jamás fue otra cosa que un teatro de sombras.
Se ha hablado a menudo en estas últimas semanas de la “economía real” (la producción de bienes). Se le opone la economía irreal (la especulación), de donde procede todo el mal, puesto que sus agentes se habrían convertido en “irresponsables”, “irracionales” y “depredadores”. Esta distinción es evidentemente absurda. El capitalismo financiero es, desde hace cinco siglos, una pieza fundamental del capitalismo en general. En cuanto a los propietarios y animadores de este sistema, no son por definición “responsables” más que de los beneficios, su “racionalidad” es conmesurable con las ganancias, y depredadores no sólo lo son, sino que deben serlo.
No hay, pues, nada más “real” en los sótanos de la producción capitalista que en su planta de ventas o en su departamento especulativo. El retorno a lo real no puede ser el movimiento que conduce de la mala especulación “irracional” a la sana producción. Es el retorno a la vida, inmediata y reflexiva, de todos los que habitan este mundo. Desde aquí es desde donde se puede observar sin desfallecer al capitalismo, incluida la película de catástrofes que nos imponen en estos últimos tiempos. Lo real no es la película, sino la sala.
¿Qué es lo que vemos, vueltos o girados de esta manera? Vemos, lo que se dice ver, cosas simples y conocidas de larga data: el capitalismo no es más que bandolerismo, irracional en su esencia y devastador en su transformarse. Siempre ha hecho pagar algunos breves decenios de prosperidad salvajemente desigualitaria con crisis en las que desaparecen cantidades astronómicas de valores, con cruentas expediciones punitivas en todas las zonas consideradas estratégicas o amenazantes y con guerras mundiales en las que recuperaba su salud.
Dejemos a la película de crisis, vista así, su fuerza didáctica. ¿Podemos todavía atrevernos, frente a la vida de las gentes que miran, a jactarnos de un sistema que somete la organización de la vida colectiva a las pulsiones más bajas: la codicia, la rivalidad, el egoísmo mecánico? ¿A elogiar una “democracia” en la que los dirigentes son hasta tal punto e impunemente los lacayos de la apropiación financiera privada que asombrarían al propio Marx, que, sin embargo, ya hace ciento sesenta años, consideraba a los gobiernos “fundados en el poder del capital”? ¿A afirmar que es imposible tapar el agujero de la Seguridad Social, pero que se debe tapar sin contar los miles de millones el agujero de los bancos?
Lo único que puede desear uno es que dicho poder didáctico se encuentre en las lecciones extraídas por los pueblos de esta sombría historia, y no por los banqueros, los gobiernos que les sirven y los periódicos que sirven a los gobiernos. Veo dos niveles articulados en este retorno de lo real. El primero es claramente político. Como la película ha mostrado, el fetiche “democrático” no es más que diligente servicio a los bancos. Su auténtico nombre, su nombre técnico, hace tiempo que lo propongo: capitalo-parlamentarismo. Conviene, pues, como múltiples experiencias han hecho desde hace veinte años, organizar una política de naturaleza diferente.
Esa política se encuentra, y sin duda se encontrará durante mucho tiempo, a mucha distancia del poder del Estado, pero poco importa. Comienza a ras de lo real, mediante la alianza práctica de las gentes más disponibles para inventarla: los proletarios recién llegados de África o cualquier otro lugar y los intelectuales herederos de las batallas políticas de los últimos decenios. Se ampliará en función de lo que sepa hacer, punto por punto. No mantendrá ningún tipo de relación orgánica con los partidos existentes ni con el sistema, electoral e institucional, que les da vida. Inventará la nueva disciplina de los que no tienen nada, su capacidad política, la nueva idea de lo que será su victoria.
El segundo nivel es ideológico. Es preciso invertir el viejo veredicto según el cual estaríamos en “el fin de las ideologías”. Vemos muy claramente hoy en día que este supuesto fin no tiene más realidad que la consigna “salvemos a los bancos”. Nada hay más importante que recuperar la pasión de las ideas y oponer al mundo tal cual es una hipótesis general, la certidumbre anticipada de una cotidianeidad completamente distinta. Al maléfico espectáculo del capitalismo, nosotros oponemos lo real de los pueblos, de la existencia de todos en el movimiento propio de las ideas. El motivo de una emancipación de la humanidad no ha perdido nada de su potencia. La palabra “comunismo”, que durante mucho tiempo dio nombre a esa potencia, fue ciertamente envilecida y prostituida. Pero, hoy en día, su desaparición no sirve más que a los defensores del orden, a los febriles actores de la película de catástrofes. Vamos a resucitarlo con su nueva claridad, que es también su antigua virtud. Como cuando Marx decía del comunismo que “rompía de la forma más radical con las ideas tradicionales” y que hacía surgir “una asociación donde el libre desarrollo de cada uno es condición del libre desarrollo de todos”.
Ruptura total con el capitalo-parlamentarismo, política inventada a ras de lo real popular, soberanía de la idea: todo lo que nos aleja de la película de la crisis y nos acerca a la fusión del pensamiento vivo y la acción organizada está ahí.
Alain Badiou (Rabat, Marruecos, 1937) es un filósofo, dramaturgo y novelista francés.
Pero la esperanza permanece. En primer plano, despavoridos y concentrados como en una película de catástrofes, la pequeña cuadrilla de los poderosos, los bomberos del fuego monetario, los Sarkozy, Paulson, Merkel, Brown y demás Trichets, arrojan al agujero central millares de millones. “¡Salvad a los bancos!”. Este noble grito humanista y democrático surge de todos los gargantas políticas y mediáticas. Para los actores principales de la película –es decir, los ricos, sus lacayos, sus parásitos, quienes los envidian y quienes los adulan- un happy end –lo creo, lo siento- es inevitable, habida cuenta de lo que son hoy en día tanto el mundo como los políticos que en él se exhiben.
Pero mejor girémonos hacia los espectadores de este show, la multitud atónita que escucha como un estrépito lejano el berreo desesperado de los bancos, que adivina los agotadores fines de semana de la gloriosa camarilla de los jefes de gobierno, que ve pasar cifras tan gigantescas como oscuras y que, automáticamente, compara con los recursos propios, o incluso, para una parte muy considerable de la humanidad, con la pura y simple falta de recursos que constituye el fondo amargo y a la vez valeroso de su vida. Yo sostengo que es aquí donde se encuentra lo real y que no podremos acceder a él más que dando la espalda al espectáculo para considerar a la masa invisible de aquellos para los que la película de catástrofes, desenlace edulcorado incluido (Sarkozy besa a Merkel y todo el mundo llora de alegría), jamás fue otra cosa que un teatro de sombras.
Se ha hablado a menudo en estas últimas semanas de la “economía real” (la producción de bienes). Se le opone la economía irreal (la especulación), de donde procede todo el mal, puesto que sus agentes se habrían convertido en “irresponsables”, “irracionales” y “depredadores”. Esta distinción es evidentemente absurda. El capitalismo financiero es, desde hace cinco siglos, una pieza fundamental del capitalismo en general. En cuanto a los propietarios y animadores de este sistema, no son por definición “responsables” más que de los beneficios, su “racionalidad” es conmesurable con las ganancias, y depredadores no sólo lo son, sino que deben serlo.
No hay, pues, nada más “real” en los sótanos de la producción capitalista que en su planta de ventas o en su departamento especulativo. El retorno a lo real no puede ser el movimiento que conduce de la mala especulación “irracional” a la sana producción. Es el retorno a la vida, inmediata y reflexiva, de todos los que habitan este mundo. Desde aquí es desde donde se puede observar sin desfallecer al capitalismo, incluida la película de catástrofes que nos imponen en estos últimos tiempos. Lo real no es la película, sino la sala.
¿Qué es lo que vemos, vueltos o girados de esta manera? Vemos, lo que se dice ver, cosas simples y conocidas de larga data: el capitalismo no es más que bandolerismo, irracional en su esencia y devastador en su transformarse. Siempre ha hecho pagar algunos breves decenios de prosperidad salvajemente desigualitaria con crisis en las que desaparecen cantidades astronómicas de valores, con cruentas expediciones punitivas en todas las zonas consideradas estratégicas o amenazantes y con guerras mundiales en las que recuperaba su salud.
Dejemos a la película de crisis, vista así, su fuerza didáctica. ¿Podemos todavía atrevernos, frente a la vida de las gentes que miran, a jactarnos de un sistema que somete la organización de la vida colectiva a las pulsiones más bajas: la codicia, la rivalidad, el egoísmo mecánico? ¿A elogiar una “democracia” en la que los dirigentes son hasta tal punto e impunemente los lacayos de la apropiación financiera privada que asombrarían al propio Marx, que, sin embargo, ya hace ciento sesenta años, consideraba a los gobiernos “fundados en el poder del capital”? ¿A afirmar que es imposible tapar el agujero de la Seguridad Social, pero que se debe tapar sin contar los miles de millones el agujero de los bancos?
Lo único que puede desear uno es que dicho poder didáctico se encuentre en las lecciones extraídas por los pueblos de esta sombría historia, y no por los banqueros, los gobiernos que les sirven y los periódicos que sirven a los gobiernos. Veo dos niveles articulados en este retorno de lo real. El primero es claramente político. Como la película ha mostrado, el fetiche “democrático” no es más que diligente servicio a los bancos. Su auténtico nombre, su nombre técnico, hace tiempo que lo propongo: capitalo-parlamentarismo. Conviene, pues, como múltiples experiencias han hecho desde hace veinte años, organizar una política de naturaleza diferente.
Esa política se encuentra, y sin duda se encontrará durante mucho tiempo, a mucha distancia del poder del Estado, pero poco importa. Comienza a ras de lo real, mediante la alianza práctica de las gentes más disponibles para inventarla: los proletarios recién llegados de África o cualquier otro lugar y los intelectuales herederos de las batallas políticas de los últimos decenios. Se ampliará en función de lo que sepa hacer, punto por punto. No mantendrá ningún tipo de relación orgánica con los partidos existentes ni con el sistema, electoral e institucional, que les da vida. Inventará la nueva disciplina de los que no tienen nada, su capacidad política, la nueva idea de lo que será su victoria.
El segundo nivel es ideológico. Es preciso invertir el viejo veredicto según el cual estaríamos en “el fin de las ideologías”. Vemos muy claramente hoy en día que este supuesto fin no tiene más realidad que la consigna “salvemos a los bancos”. Nada hay más importante que recuperar la pasión de las ideas y oponer al mundo tal cual es una hipótesis general, la certidumbre anticipada de una cotidianeidad completamente distinta. Al maléfico espectáculo del capitalismo, nosotros oponemos lo real de los pueblos, de la existencia de todos en el movimiento propio de las ideas. El motivo de una emancipación de la humanidad no ha perdido nada de su potencia. La palabra “comunismo”, que durante mucho tiempo dio nombre a esa potencia, fue ciertamente envilecida y prostituida. Pero, hoy en día, su desaparición no sirve más que a los defensores del orden, a los febriles actores de la película de catástrofes. Vamos a resucitarlo con su nueva claridad, que es también su antigua virtud. Como cuando Marx decía del comunismo que “rompía de la forma más radical con las ideas tradicionales” y que hacía surgir “una asociación donde el libre desarrollo de cada uno es condición del libre desarrollo de todos”.
Ruptura total con el capitalo-parlamentarismo, política inventada a ras de lo real popular, soberanía de la idea: todo lo que nos aleja de la película de la crisis y nos acerca a la fusión del pensamiento vivo y la acción organizada está ahí.
Alain Badiou (Rabat, Marruecos, 1937) es un filósofo, dramaturgo y novelista francés.