sábado, 1 de noviembre de 2008

La importancia de ser radical
Por José A. Laguarta Ramírez, Junta Editora de Apuesta

Nota: Este artículo no necesariamente representa la opinión de la Junta Editora de Apuesta, ni del Grupo de Trabajo Univeritario.

La política emancipadora siempre consiste en hacer parecer posible precisamente aquello que, desde el interior de la situación, se declara imposible.
– Alain Badiou

Hace ya un poco más de una década fue publicado el escrito conocido como “Manifiesto de la estadidad radical” (Diálogo, Feb. 1997, pp. 30-31; lamentablemente, el texto no está disponible en Internet en la actualidad, aunque hay varias reseñas críticas), el cual causó mucho revuelo entre los círculos académicos criollos, aunque no mucho más allá de éstos. Tres ciclos electorales después, el movimiento que habría de reclamar la estadidad para Puerto Rico “desde una perspectiva democrático-radical” no se ve por ninguna parte. Por el contrario, como reconocieran poco después algunos de los autores del manifiesto original, el partido que “representa” al movimiento anexionista se ha convertido en el hogar permanente de todos los fundamentalismos y ortodoxias que se contraponen a la democracia radical. Si existen anexionistas “democrático-radicales”, parecen haberse resignado al apoliticismo y la desmovilización.

Por supuesto, que lo político no empieza ni termina con el partidismo electorero. Demás está decir, sin embargo, que durante este tiempo tampoco se ha visto una “defensa de la ciudadanía estadounidense” ligada a la defensa de derechos democráticos, como la que han invocado los demócratas radicales en repetidas ocasiones y diversos foros. Por el contrario, la mayoría de las movilizaciones ciudadanas que sí han surgido, se han desarrollado en torno a una noción de ciudadanía bastante distante de lo que representa, en todos los sentidos, la ciudadanía estadounidense.

Tomemos como ejemplo el que sin duda fue el más amplio, y en cierto sentido limitado exitoso, de los movimientos de este periodo: la (incompleta) lucha del pueblo viequense contra la Marina de Guerra. Si bien es cierto que enmarcar la lucha en el lenguaje de los “derechos humanos” permitió ensanchar la base de “apoyo” al movimiento entre la población general – obfuscando así la importancia del impulso que le brindara el independentismo a dicho movimiento, tanto histórica como coyunturalmente – no es menos cierto que se trata precisamente de derechos que no protege la “ciudadanía americana”: a la salud, al un medioambiente saludable, al desarrollo sustentable, al trabajo, entre otros que no aparecen por ningún lado en la Constitución de los Estados Unidos.

Son derechos que consagra el derecho internacional de los derechos humanos, el cual las instituciones estadounidenses se han negado consistentemente a incorporar al derecho interno de ese país. En ese sentido, la gran paradoja de Vieques es que el lenguaje “seguro” de los derechos humanos, que permitió el apoyo de muchos anexionistas a la causa, es el lenguaje precisamente de aquellos derechos que son vedados a los puertorriqueños en virtud de la ciudadanía estadounidense. Este desfase es la gran brecha que ha impedido la materialización de un movimiento “radical” en defensa de esa ciudadanía.

No es coincidencia que el partido del status quo colonial – defensor incondicional, hoy como siempre, de la ciudadanía americana y la “unión permanente” – invoque el espejismo de la “soberanía” cada vez que necesita lavarse la cara y marcar distancia con un partido rival cada vez más identificado con el gran capital inmobiliario y el fundamentalismo religioso. En la práctica, por supuesto, la diferencia entre las dos caras del bipartido gobernante oscila entre nula y casi nula. El punto es que, contrario a la lógica del argumento demócrata-radical, invocar una visión radical de ciudadanía, en el contexto material-discursivo puertorriqueño actual, conlleva un distanciamiento de la “ciudadanía” realmente existente.

No en balde el partido que por años ha “representado” a la soberanía real en el ámbito electoral, el Partido Independentista Puertorriqueño, se ha auto-catalogado “la opción radical” en su campaña para las elecciones generales de este año. Como si hubieran estudiado cuidadosamente la crítica de los demócratas radicales al independentismo tradicional “hispanófilo”, “esencialista”, “elitista” y “autoritario”, los candidatos del PIP han demostrado, además de sus usuales propuestas de avanzada en campos como la salud y la protección ambiental, y un no tan usual nivel de militancia “en la calle” (su apoyo incondicional a la Federación de Maestros, por ejemplo), un compromiso firme con posiciones claramente democrático-radicales, como la oposición a la Resolución 99 y el apoyo a las uniones civiles y al cambio legal de sexo. No se puede exagerar, en este sentido, el profundo significado de que el candidato del PIP fuera el único, en el tercer y último debate de los candidatos a la gobernación, que no intentara mitigar el efecto electoral que pudieran tener dichas posiciones insistiendo en defender la definición heteronormativa del matrimonio.

Lo que verdaderamente hace radical la propuesta del PIP en estas elecciones, sin embargo, no es lo novedoso, sino precisamente aquello que bajo una mirada superficial parece una especie de retorno a las “raíces”. Rechazando su propia práctica en elecciones anteriores, en las que llegó a desvincular a sus candidatos de la independencia para intentar atraer más votos (fracasando estrepitósamente, como demuestra claramente la trayectoria electoral de esos años), el PIP incluye en su Programa de Gobierno del 2008 la “Asamblea Constituyente Albizuísta” (asumiendo de frente toda la carga histórica que la etiqueta conlleva) para declarar la República de Puerto Rico.

De esta forma, la más numerosa e importante de las organizaciones independentistas se distancia del fácil populismo condescendiente y posibilista que dicta renunciar a los principios “porque no es lo que el pueblo quiere”, para afirmar aquello que según la doxa colonial criolla y del mundo globalizado parece imposible. En esta era “post-postcolonial” (el único nuevo miembro aceptado por las Naciones Unidas desde la desintegración de la antigua Unión Soviética y Yugoslavia, ha sido Tímor Oriental, en el 2002 y bajo circunstancias muy particulares) en la que hasta el derecho “irrenunciable” a la auto-determinación de los pueblos es cuestionado por la lógica neo-imperial, nada parece más lejos del mundo de lo posible (“anacrónico”, dirán los más cínicos) que la descolonización.

No se trata, sin embargo, de un intento de resuscitar el fenecido nacionalismo político radical, agitando la bandera de un nacionalismo cultural que, como bien señalan (entre otros) los demócratas radicales, ha sido hábilmente cooptado y vaciado de contenido por el gobernente partido de la colonia. Por el contrario, leyendo correctamente la crisis económica de los últimos años como tan sólo la más reciente manifestación de la bancarrota del modelo colonial-liberal, con la sencilla pero elocuente frase “seamos parte del mundo”, el PIP reivindica una aspiración internacionalista que va de la mano de un renovado compromiso con la “justicia social” y de una crítica social-demócrata radical al fundamentalismo de mercado (el llamado neoliberalismo), de cuyo desplome total a nivel global durante el pasado mes, no parecen haberse percatado los candidatos de los demás partidos.

Por supuesto, hay muchas formas de “ser parte del mundo” – la lucha perpetua por elegir entre ellas será una de las batallas políticas (en el sentido más completo de la palabra) que marcará el curso de los habitantes de Puerto Rico a través del siglo que apenas comienza. Es precisamente a esta batalla que nos invita el PIP.

No se trata, en fin, de un regreso al pasado albizuísta, sino mas bien de “repetir a Albizu”, en la forma en que el filósofo Slavoj Žižek nos invita a “repetir a Lenin” – no regresar a él para repetir exactamente sus acciones (con sos logros y desaciertos), sino asumir, dentro de la constelación socio-política actual, las consecuencias de elegir. No la falsa elección entre las opciones que nos son permitidas (Pepsi o Coca-Cola, rojo o azul), sino elegir con libertad genuina, que no es otra cosa que optar por aquello que dentro de las coordenadas del sistema aparenta ser imposible, pero cuya posibilidad aflora en cada pequeño enfrentamiento con lo real – desde nuestras vidas cotidianas hasta el colapso económico de la metrópolis. Cada uno de estos choques abre una minúscula grieta sobre el elástico velo de la hegemonía colonial. El reto verdaderamente político es procurar que la grieta se expanda cada vez más, para que no pueda volver a cerrarse. Esto sólo puede lograrse reafirmando un compromiso firme, sin adjetivos ni cualificaciones, con aquello que para casi la totalidad los puertorriqueños (incluso muchos independentistas) parece imposible: la independencia.

Estoy perfectamente conciente, claro está, de las numerosas objeciones que se pueden levantar ante mi argumento, y que no voy a detallar aqui – para algunos el PIP es parte del sistema (“vive del fondo electoral”); para otros lo verdaderamente radical está mejor representado por un cuarto partido que se sale de las “coordenadas” del estatus; aún otros prefieren el fragor de la lucha de clases “en la calle” al simulacro electorero. A esta última línea de pensamiento, con la que me identifico más, sólo puedo responder que lo uno no quita lo otro y que asumo el espectáculo (en el sentido más estrictamente debordiano) con plena conciencia de ello. Las demás críticas posibles, cuyos fundamentos varían desde las mentiras y tergiversaciones cuidadosamente construidas por mercenarios a sueldo del partido colonial, hasta la ingenua aceptación de que se puede transformar la realidad estando bien con todos, son parte de un debate mucho más largo.

Lo relevante aquí es que si el PIP lograra recuperar en estas elecciones al menos una porción significativa de los 50,000 votos que perdió en las pasadas elecciones, revirtiéndo lo que a todas luces ha sido – con la excepción importante del 2000 por el efecto Vieques – una tendencia decadente a partir del 1988, quedara destruido el mito de la “amplitud” (la hipótesis de que para fortalecer al independentismo, hay que abandonar la independencia). Como bien han planteado numerosos teóricos de Lenin para acá, para abrir una brecha la concentración de pocas fuerzas es más efectiva que los números, si para conseguir los números se diluye el mensaje hasta hacerlo irreconocible.

El PIP no ganará estas elecciones, y las batallas que habrán de trazar el rumbo del asunto no se darán en los colegios electorales, ni en los debates académicos, sino en la calle. Sin embargo, la existencia de un partido que asuma un compromiso con la independencia es y seguirá siendo un referente clave y una caja de resonancia para todas las luchas democráticas y sociales que se desaten en este rincón del sistema mundial en crisis.

La tormenta que apenas comienza abre múltiples surcos de posibilidad. Algunos están sembrados de particularidades oscurantistas (xenofobias, fundamentalismos), y otros de universalismos más y menos respetuosos de la diferencia y la pluralidad (respeto que sólo puede sostenerse desde un compromiso radical con la igualdad... pero ese también es otro debate), pero todos están regados por el agua del conflicto.

Si algo le debemos los independentistas a la propuesta de la “estadidad radical”, es recordarnos que en nuestro surco sólo puede crecer la semilla radical. Para cosechar los frutos, tendremos que atrevernos a cultivarlo.