Postvótum
Ana Lydia Vega, El Nuevo Día 7/11/2008
El voto es una de las grandes pasiones puertorriqueñas. Así lo confirma habitualmente la masiva participación electoral, superior a la que suele exhibir el país que nos comanda por control remoto. El derecho que acá, aunque trunco, se reverencia, allá, aunque pleno, se ejerce con displicencia.
Esta vez, los americanos encontraron poderosas razones para volcarse en las urnas. La certeza de estar haciendo historia propició una inscripción nunca antes vista. La crisis financiera atizó el sentido de urgencia.
Nosotros, en cambio, vivimos unas elecciones medio sosonas. Para colmo, las encuestas -esos erráticos oráculos a sueldo- mataron de entrada el suspenso con la aplastante letanía de que la suerte ya estaba echada.
Las dos opciones mayoritarias acorralaron al votante en un callejón sin salida. Ni los candidatos ni sus séquitos brillaron por su encanto. Escoger entre ineptos y corruptos no es tarea fácil cuando se sabe que ambas especies proliferan en cada bando. Decidir entre dos estilos de parálisis -el círculo vicioso estadolibrista y el anexionismo "light " posrossellista- es tan estimulante como seleccionar el método más indoloro de suicidio.
Los partidos minoritarios resultaron algo menos aburridos. Con un candidato fuera de serie, el PIP batalló gallardamente contra la fobia a la independencia y la seducción del meloneo. Morir con las botas puestas sigue siendo el blasón de su caballería andante. El novato PPR pudo convertirse en una especie de quinta columna para electores amargados. Los aspavientos triunfalistas de su presidente inyectaron una dosis de humor a la contienda. El elemento patético tampoco faltó: lo aportó la lealtad del club "Write -in de la Tercera Edad" a favor de un candidato ausente.
El mosqueo generalizado invitaba a la abstención. Y, al parecer, un nutrido grupo sucumbió a esa tentación mudando a las playas su blanda disidencia.
No obstante, la feligresía impenitente de los partidos abarrotó cierres de campaña, engulló bacalaítos, perreó de lo lindo y se esgalilló coreando consignas.
Llegado el 4 de noviembre, el grueso del electorado fue, como de costumbre, a rajar papeleta.
Estamos en la temporada baja de las ilusiones. Aquí hace tiempo que a nadie lo elige el entusiasmo. Los ganadores prevalecen por eliminación. A la hora de marcar esas cruces fatales, poca gente alberga una auténtica esperanza de cambio. Entonces, ¿cómo rayos se explica el furor eleccionario? Hay motivos que no pasan por la vía real de la razón.
A muchos, no cabe duda, les va la vida en el voto. Son aquéllos cuya subsis- tencia depende del color que pinte los puentes de las autopistas. La victoria del adversario los condena al hoyo negro del desempleo. Otros sacrifican su criterio a las fidelidades familiares. Distanciarse de la preferencia del clan equivale a cometer parricidio. La tiranía del bolsillo y el yugo de la tradición imponen así la ortodoxia del Partido Único.
Las plataformas partidistas nunca han sido lectura preferida de las masas. A fin de cuentas, importan menos las ideas del candidato que la proyección de su imagen. El voto es una gestión esencialmente afectiva. La libertad del elector está condicionada por las emociones que se cuecen en las calderas viscerales.
Eso lo saben demasiado bien los publicistas. A ello responden los efectos especiales de los mítines, los mensajes televisados en "prime time" y los golpes teatrales de la víspera. Amén de la manipulación subliminal de los anuncios y el chantaje descarado de las ofertas quincalleras.
El voto por gratitud o por desquite mueve a buen número de ciudadanos. Con la repartición justiciera de recompensas y castigos, las elecciones adquieren un carácter casi bíblico. Por eso, durante el año de los comicios, los políticos más vagos e irresponsables se desviven embreando calles, firmando referidos y regalando neveras. El tumbe es su pesadilla y el soborno su seguro de vida contra los rigores del juicio final.
Escaso pero firme, el voto de principio también existe. Se da entre los adeptos a la coherencia existencial. Se ofrenda con serenidad y, en ocasiones, con resignación. Se concibe como un gesto desprendido, un triunfo de la mente sobre la materia, un entrenamiento en tenacidad.
El más libre de los votantes debe ser el deportivo. Ve el proceso como un juego de equipos, y se atreve a apostar. No se esponja cuando gana ni se deprime cuando pierde. Saluda al vencedor y sonríe. Barajea sus opciones. Sabe que el juego siempre volverá a empezar.
Ana Lydia Vega, El Nuevo Día 7/11/2008
El voto es una de las grandes pasiones puertorriqueñas. Así lo confirma habitualmente la masiva participación electoral, superior a la que suele exhibir el país que nos comanda por control remoto. El derecho que acá, aunque trunco, se reverencia, allá, aunque pleno, se ejerce con displicencia.
Esta vez, los americanos encontraron poderosas razones para volcarse en las urnas. La certeza de estar haciendo historia propició una inscripción nunca antes vista. La crisis financiera atizó el sentido de urgencia.
Nosotros, en cambio, vivimos unas elecciones medio sosonas. Para colmo, las encuestas -esos erráticos oráculos a sueldo- mataron de entrada el suspenso con la aplastante letanía de que la suerte ya estaba echada.
Las dos opciones mayoritarias acorralaron al votante en un callejón sin salida. Ni los candidatos ni sus séquitos brillaron por su encanto. Escoger entre ineptos y corruptos no es tarea fácil cuando se sabe que ambas especies proliferan en cada bando. Decidir entre dos estilos de parálisis -el círculo vicioso estadolibrista y el anexionismo "light " posrossellista- es tan estimulante como seleccionar el método más indoloro de suicidio.
Los partidos minoritarios resultaron algo menos aburridos. Con un candidato fuera de serie, el PIP batalló gallardamente contra la fobia a la independencia y la seducción del meloneo. Morir con las botas puestas sigue siendo el blasón de su caballería andante. El novato PPR pudo convertirse en una especie de quinta columna para electores amargados. Los aspavientos triunfalistas de su presidente inyectaron una dosis de humor a la contienda. El elemento patético tampoco faltó: lo aportó la lealtad del club "Write -in de la Tercera Edad" a favor de un candidato ausente.
El mosqueo generalizado invitaba a la abstención. Y, al parecer, un nutrido grupo sucumbió a esa tentación mudando a las playas su blanda disidencia.
No obstante, la feligresía impenitente de los partidos abarrotó cierres de campaña, engulló bacalaítos, perreó de lo lindo y se esgalilló coreando consignas.
Llegado el 4 de noviembre, el grueso del electorado fue, como de costumbre, a rajar papeleta.
Estamos en la temporada baja de las ilusiones. Aquí hace tiempo que a nadie lo elige el entusiasmo. Los ganadores prevalecen por eliminación. A la hora de marcar esas cruces fatales, poca gente alberga una auténtica esperanza de cambio. Entonces, ¿cómo rayos se explica el furor eleccionario? Hay motivos que no pasan por la vía real de la razón.
A muchos, no cabe duda, les va la vida en el voto. Son aquéllos cuya subsis- tencia depende del color que pinte los puentes de las autopistas. La victoria del adversario los condena al hoyo negro del desempleo. Otros sacrifican su criterio a las fidelidades familiares. Distanciarse de la preferencia del clan equivale a cometer parricidio. La tiranía del bolsillo y el yugo de la tradición imponen así la ortodoxia del Partido Único.
Las plataformas partidistas nunca han sido lectura preferida de las masas. A fin de cuentas, importan menos las ideas del candidato que la proyección de su imagen. El voto es una gestión esencialmente afectiva. La libertad del elector está condicionada por las emociones que se cuecen en las calderas viscerales.
Eso lo saben demasiado bien los publicistas. A ello responden los efectos especiales de los mítines, los mensajes televisados en "prime time" y los golpes teatrales de la víspera. Amén de la manipulación subliminal de los anuncios y el chantaje descarado de las ofertas quincalleras.
El voto por gratitud o por desquite mueve a buen número de ciudadanos. Con la repartición justiciera de recompensas y castigos, las elecciones adquieren un carácter casi bíblico. Por eso, durante el año de los comicios, los políticos más vagos e irresponsables se desviven embreando calles, firmando referidos y regalando neveras. El tumbe es su pesadilla y el soborno su seguro de vida contra los rigores del juicio final.
Escaso pero firme, el voto de principio también existe. Se da entre los adeptos a la coherencia existencial. Se ofrenda con serenidad y, en ocasiones, con resignación. Se concibe como un gesto desprendido, un triunfo de la mente sobre la materia, un entrenamiento en tenacidad.
El más libre de los votantes debe ser el deportivo. Ve el proceso como un juego de equipos, y se atreve a apostar. No se esponja cuando gana ni se deprime cuando pierde. Saluda al vencedor y sonríe. Barajea sus opciones. Sabe que el juego siempre volverá a empezar.