Keynes, Smith y el síntoma de la crisis financiera
Ian J. Seda-Irizarry
Tomado de Claridad
En las pasadas semanas, debido a la enorme preocupación de diversos sectores causada por la incertidumbre con respecto al desempeño de los mercados financieros a nivel global y el sistema capitalista en general, no debe sorprendernos que se esté invocando el espíritu de John Maynard Keynes (un ejemplo se dio el martes 30 de septiembre cuando apareció un artículo en el periódico inglés Guardian titulado “Bring Back Keynes”). Esta invocación pretende tranquilizar el sentir público sobre el fallo de la “mano invisible” de Adam Smith que prometía niveles de bienestar social crecientes, garantizados principalmente por el entre juego de dos instituciones fundamentales: el libre mercado y la propiedad privada.
Para muchos, el principal legado de Keynes fue el argumento de que el estado puede intervenir en momentos de crisis para llevar la economía a un nivel de empleo pleno, lograr estabilidad en los niveles de precios y fomentar el crecimiento económico.
En la presente coyuntura, la crítica keynesiana acude al archivo histórico y nos señala los años de la Gran Depresión y el Nuevo Trato adoptado por la administración Roosevelt como ejemplos de la capacidad del gobierno para detener las tendencias de crisis que exhibe el capitalismo mediante reformas. La llamada “Época Dorada” –para algunos– del capitalismo, periodo que sigue a la Segunda Guerra Mundial y que se extiende hasta mediados de los años setenta y que se caracteriza entre otras cosas por niveles crecientes tanto en los salarios de los trabajadores como en las ganancias corporativas, es entonces presentada como la evidencia de lo acertada que pueden ser las políticas monetarias y fiscales cuando el sistema está dando bandazos.
Un evidente problema con trazar estos paralelos históricos es que se obvia por completo la organización del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos acabó la Guerra con casi dos tercios de la producción industrial del mundo, producción que facilitó la recuperación de Europa y Japón hasta el punto de que lograron alcanzar niveles más que aptos para competir con los productos americanos. Este hecho de los países destruidos por la guerra logrando finalmente ser competitivos luego de su reconstrucción en cierta forma explica por qué para finales de los setenta estaba fuertemente anclado el pensamiento de que la intervención del estado lo que si garantizaba era restringir la habilidad empresarial/corporativa de innovar para poder competir con las renacientes economías.
Las victorias de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Inglaterra son usualmente mencionadas como el punto de oscilación definitivo entre el capitalismo regulado y el capitalismo neoliberal. Y sí, en cierta manera es comprensible esta percepción dado el proceso de desmantelamiento explícito que se estaba dando con las reformas sociales que el Nuevo Trato de Roosevelt había traído. Lo que muchos pasan por desapercibido es que la década de los años ochenta fue testigo de un gran uso del poder por parte del estado maquillado con la retórica del laissez-faire. Por ejemplo, la Reserva Federal jugó un papel importante al manipular la oferta monetaria y el gobierno aumentó sus gastos en defensa endeudándose, lo que contribuyó a que se estimulara la economía por el lado de la demanda durante la recuperación de 1983-84. En otras palabras, no fue la magia del mercado la que funcionó, sino un “keynesianismo militar” que, según Mike Davis en su libro Prisoners of the American Dream, llevó a una “prosperidad patológica” basada en el interés devengado por actividades de especulación que “recuerdan al capitalismo de los años 20”, el mismo que dio paso a la Gran Depresión.
Ante lo expuesto anteriormente, el macroeconomista keynesiano añade de inmediato que la práctica neoliberal en esos años fue la de recortar los impuestos sobre ingreso, cuyo efecto fue el de redistribuir riquezas a favor de los sectores ricos. Muy probablemente nuestro experto también hable de que es necesario que el sector real de producción y el sector financiero (¿no real?) se muevan juntos, y no como en el presente donde el sector financiero parece estar desligado del real, lo que según ellos lleva a la formación y eventual estallido de las famosas burbujas especulativas. Aquí parece estar implícita la visión de que existe una economía “real” que de alguna manera trabaja bien si el sector financiero es controlado.
Paul Samuelson, renombrado economista y ganador del Premio Nobel, una vez dijo que el proceso económico se puede resumir como una “maximización bajo restricciones dadas”. Si uno mira la historia relativamente reciente del capitalismo lo que sale a relucir es que las palabras de Samuelson se quedan cortas en describir lo que sucede. Las compañías que buscan maximizar sus ganancias buscan mover/cambiar las restricciones y es ahí que uno no puede hablar de un proceso puramente económico desligado del político dado el evidente cabildeo que se hace buscando favorecer la posición del capital. Por ejemplo, el acta Glass-Steagall fue puesta en efecto en 1933 buscando regular los mercados financieros. La misma separó las actividades comerciales y de inversión de los bancos. Específicamente se buscó evitar que los depósitos hechos en los bancos se utilizaran para financiar actividades especulativas dentro de los mercados de capital, suceso que se daba antes de la Gran Depresión y que definitivamente contribuyó con su desarrollo. Debido a grandes presiones políticas puestas por el sector financiero (desde aproximadamente 1945), la misma fue revocada finalmente en 1999 bajo la presidencia de Bill Clinton.
Dado las ganancias exorbitantes creadas en los mercados financieros no debe sorprender a nadie que las mismas sean utilizadas para contribuir con las campañas de los políticos que redactan las leyes que sirven para regular esas mismas instituciones financieras. Es por eso que el actual debate sobre qué tipo de capitalismo es mejor, sea el tipo laissez-faire con poca intervención del estado o el capitalismo regulado, debe ser denunciado por la izquierda. Las reformas que serán implementadas eventualmente serán desbancadas cuando no sean convenientes para la acumulación de capital.
Muchos apelarán a todos los beneficios que trajo el Nuevo Trato al sector trabajador, como el seguro social, el medicare, el derecho a negociar convenios colectivos y demás reformas y lo extrapolarán para explicar la época dorada. Pero ahí, aparte de denunciar el componente racial de la reforma (el seguro social no aplicaba a los agricultores y tampoco a los trabajadores domésticos, quienes componían más del 80% de los trabajadores negros en esa época), creo que es importante recordar el argumento de Lenin de que los países imperialistas utilizarían las ganancias extraídas de su beneficiosa relación con sus colonias (acceso a recursos y mano de obra barata, y si somos menos eurocéntricos, también acceso a ideas) para “sobornar a la clase trabajadora”. En el caso de Estados Unidos, la situación ventajosa en términos de competitividad a nivel mundial luego de la guerra les permitió aumentar el nivel de vida material. Pero una vez países como Japón, Alemania e Inglaterra lograron reestablecerse como competidores, vemos que para comienzos de los años 70 los salarios en Estados Unidos no siguen creciendo (¡las ganancias sí!), sino que se quedan estancados dado las presiones de reducir costos por la competencia a nivel internacional.
El relato histórico nos ayuda a comprender algo mejor el presente y su conexión con la llamada crisis financiera. Para lograr los niveles de consumo experimentados en las décadas de los cincuenta y los sesenta, el consumidor promedio ha tenido que recurrir a varias estrategias. Aparte del hecho de que más miembros de cada hogar ahora trabajan, y que varios de los que tenían un trabajo ahora tienen más de uno, nunca en la historia ha estado la clase trabajadora tan endeudada como en estos momentos. Por ejemplo, en varias encuestas realizadas luego del reciente “estímulo” de varios cientos de dólares del gobierno de Bush a las personas que cualificaban, muchos señalaron que iban a utilizar el dinero, no para gastarlo comprando y así tratar de reactivar la economía (ese era el argumento para dar el estímulo), sino para pagar deudas acumuladas.
La llamada crisis financiera es un síntoma de un problema más grande y ese problema es el sistema capitalista como tal, el mismo que también está relacionado con la crisis ambiental, la crisis energética, la crisis de alimentos entre otras, temas que ya no se pueden dejar engavetados para el largo plazo en el cual, según Keynes, “todos estamos muertos”. Tenemos una enorme responsabilidad, tanto con los que son explotados y abusados en el presente bajo el sistema capitalista, como con las generaciones venideras a las cuales no queremos dejarles un mundo totalmente deshecho. Aparte de eso, creo que somos muchos los que no queremos vivir el momento de una nueva resurrección de Adam Smith y un eventual entierro de John Maynard Keynes.
El autor es Estudiante Graduado en el Departamento de Economía de la Universidad de Massachusetts en Amherst.